3.12.10

Adoro estos momentos regalados en que siento (creo, sueño) que la noche me pertenece. Ahora mismo me envuelve una suave brisa dulce y limpia que entra por la ventana. Como un chorro de agua que tuviera el poder de detener el tiempo, o de congelarlo. Será el preludio del verano, supongo, aunque este año no tengo la sensación de costumbre, de que todo el verde a mi alrededor está a punto de morir. Imagino que tantas veces viviendo las mismas sensaciones terminan por convencerte de que a cada verano sigue un otoño, y tras este, un invierno y una primavera. Y terminan por demostrarte que la rutina mueve montañas. Me doy cuenta de que no existe el apocalipsis, aunque algún lunes casi lo parodie. E interiorizo que al finalizar esta primavera no sonarán trompetas, ni el cielo caerá a pedacitos sobre nuestras cabezas. Ni nada parecido. Es la sensación de haber resistido a una tempestad donde algunos lo hayan perdido todo, otros simplemente se hayan entregado a la deriva y la gran mayoría haya sobrevivido como buenamente ha podido, convencidos de que la vida sigue. Y así nos sorprendemos a nosotros mismos jugando con los juguetes de siempre, releyendo aquel libro o reencontrándonos con caricaturas de la infancia que nos distraigan y alejen del día a día, y quizás de nosotros mismos. Tratando de memorizar alguna frase especial que nos ayude a encontrarle un sentido a esta vida, que en realidad no sé si tiene. Excepto porque quizás mañana se besen de nuevo nuestras miradas, se abracen las palabras en el aire y hablemos un rato, antes de que la hora nos devore sin compasión.